-Duquesa... -digo, la boca seca, los labios pegados.
Dhuoda entra en la alcoba con pasos lentos y envarados, como si le doliera caminar. Ahora que la luz de las lámparas la ilumina, advierto que sus ojos están enrojecidos, sus párpados hinchados. Tiene aspecto de haber llorado mucho y una expresión extraviada, como de loca. Llega a mi lado y se detiene.
-Entonces, ¿de verdad vas a irte? -pregunta con voz ronca.
-Sí. En cuanto despunte el día.
-¿No puedo hacer nada para que cambies de opinión?
-Sí podéis, mi Señora... Mandad que detengan el suplicio del campesino y perdonadle a él y a los demás -digo, esperanzada.
La Duquesa se tambalea ligeramente.
-Eso no es dicutible. Además, ya están muertos, él y sus compinches. Pero aunque vivieran todavía, jamás renunciaría a mis derechos -contesta con dureza.
El nudo de mi estómago se aprieta un poco más.
-Entonces ya no tenemos nada que decirnos, Duquesa.
El rostro de Dhuoda comienza a temblar y luego se contrae en una mueca penosa. Reprime un sollozo.
-Pero ¿cómo es posible que no me entiendas, mi Leo? Mi pequeña Leo, mi dulce guerrera, yo creía que nos comprendíamos bien, que eras feliz conmigo... Yo creía que me querías...
Está llorando y en su voz se transparenta el sufrimiento. Su pena me impresiona. Me compadezco de Dhuoda. Y también de mí misma. Pero es como si ya no me quedaran sentimientos que poder ofrecerle.
-Habéis sido muy generosa conmigo, mi Señora. Os lo agradezco y siempre recordaré mi deuda con vos. Pero debo irme. En estos momentos no sé si os quiero o no. Ni siquiera puedo pensar en vos. Sólo pienso en lo mucho que me desprecio.
Dhuoda gime y alarga las manos hacia mí, como si ansiara tocarme, pero a medio camino detiene el movimiento y las deja caer. Sus manos, observo ahora, están ensangrentadas y llenas de pequeños pero profundos cortes, heridas recientes que aún no han coagulado.
-Está bien -dice la Dama Blanca.
Las lágrimas ruedan por sus mejillas como gotas de lluvia, pero ha recuperado la compostura y la firmeza en el tono.
-Voy a hacerte un último regalo, Leo. Voy a nombrarte caballero. Velarás las armas esta nohce, y al amanecer, antes de tu partida, te otorgaré las espuelas y un título. Estarás más protegida de ese modo.
-No deseo ningún regalo más, Dhuoda. No pienso aceptarlo.
-¡Me lo debes! -ruge la Dama Blanca, con su altivez y su dominio habituales-. Me lo debes porque has aceptado ya demasiados presentes de mí. No tienes el menor derecho, ¿entiendes?, el más mínimo derecho a rechazar mi generosidad y a humillarme.
Tiene razón. Le debo demasiado. Callo, confundida.
-Ahora vendrán los servidores para prepararte el baño purificador y traer las vestiduras rituales, con las que deberás velar en la capilla... ¿Has encontrado ya la puerta del castillo?
-Sí, Duquesa. Ahora es muy fácil.
Dhuoda hace un pequeño gesto desdeñoso.
-Ya te dije que sólo era necesario querer irse.
Da media vuelta brusca y se aleja. Pero antes de cruzar el umbral se detiene un momento y me mira por encima del hombro.
-Serás el señor de Zarco..., en honor al color azul de tus inolvidables ojos.
Y desaparece, tragada por las sombras del corredor. En el suelo de piedra, allí donde hace un instante estuvo ella, hay una pequeña constelación de gotas de sangre.
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1 comentario:
No me puedo creer que ni se besen... que historia más sufrida...
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