Esperanza: pequeña luz que se enciende en la oscuridad del miedo y la derrota, haciéndonos creer que hay una salida. Semilla que lanza al aire la sedienta planta en su último estertor, antes de sucumbir a la sequía. Resplandor azulado que anuncia el nuevo día en la interminable noche de tormenta. Deseo de vivir aunque la muerte exista.
Amor: sueño que se sueña con los ojos abiertos. Dios en las entrañas (y que Dios me perdone). Vivir desterrado de ti, instalado en la cabeza, en la respiración, en la piel de otro; y que ese lugar sea el paraíso.
Melancolía: aguda conciencia del latir de la vida en su carrera veloz hacia la muerte, turbadora emoción ante la belleza que se nos acaba.
Compasión: capacidad para sentir el sufrimiento del otro, el miedo del otro, la necesidad del otro. Entendimiento profundo del dolor de los demás que sólo se consigue tras haber entendido el dolor propio.
sábado, 29 de noviembre de 2008
sábado, 22 de noviembre de 2008
Historia del Rey Transparente_Texto 4
La oscuridad nos traga. Siento ganas de gritar. Aprieto enter mis dedos la espada, que está guardada dentro de su vaina. Siempre duermo aferrada a mi espada: tomé esta costumbre hace años para evitar que me la robaran y para tener el arma a mano en caso de necesidad. Ahora, no sé por qué, recuerdo a Tristán e Isolda. Cuando Tristán e Isolda se enamoraron fatalmente, huyeron al bosque. Agotados, se acostaron el uno en brazos del otro pero sin desvestirse, y pusieron en medio de los dos la espada desnuda del joven, pues no querían profanar con su amor carnal el respeto que le debían al rey Marc, esposo de Isolda y señor de Tristán. El Rey, que les perseguía, les encontró mientras estaban dormidos. Conmovido al verles tan bellos y tan puros, les perdonó la vida y, en vez de cortarles la cabeza, como pensaba hacer, se marchó sin despertarlos. Pero antes cambió la espada de Tristán por la suya, para que supieran que el Rey había estado allí. Y para que los enamorados comprendieran que debían sus vidas al monarca y que, de algún modo, los dos eran hijos de su punzante acero. Pienso en todo esto ahora, en la oscuridad, abrazada una noche más a mi viejo mandoble. Pienso en Tristán, en los amores imposibles, en cuerpos hermosos e intocables separados para siempre por afilados hierros.
domingo, 9 de noviembre de 2008
Historia del Rey Transparente_Texto 3
-Duquesa... -digo, la boca seca, los labios pegados.
Dhuoda entra en la alcoba con pasos lentos y envarados, como si le doliera caminar. Ahora que la luz de las lámparas la ilumina, advierto que sus ojos están enrojecidos, sus párpados hinchados. Tiene aspecto de haber llorado mucho y una expresión extraviada, como de loca. Llega a mi lado y se detiene.
-Entonces, ¿de verdad vas a irte? -pregunta con voz ronca.
-Sí. En cuanto despunte el día.
-¿No puedo hacer nada para que cambies de opinión?
-Sí podéis, mi Señora... Mandad que detengan el suplicio del campesino y perdonadle a él y a los demás -digo, esperanzada.
La Duquesa se tambalea ligeramente.
-Eso no es dicutible. Además, ya están muertos, él y sus compinches. Pero aunque vivieran todavía, jamás renunciaría a mis derechos -contesta con dureza.
El nudo de mi estómago se aprieta un poco más.
-Entonces ya no tenemos nada que decirnos, Duquesa.
El rostro de Dhuoda comienza a temblar y luego se contrae en una mueca penosa. Reprime un sollozo.
-Pero ¿cómo es posible que no me entiendas, mi Leo? Mi pequeña Leo, mi dulce guerrera, yo creía que nos comprendíamos bien, que eras feliz conmigo... Yo creía que me querías...
Está llorando y en su voz se transparenta el sufrimiento. Su pena me impresiona. Me compadezco de Dhuoda. Y también de mí misma. Pero es como si ya no me quedaran sentimientos que poder ofrecerle.
-Habéis sido muy generosa conmigo, mi Señora. Os lo agradezco y siempre recordaré mi deuda con vos. Pero debo irme. En estos momentos no sé si os quiero o no. Ni siquiera puedo pensar en vos. Sólo pienso en lo mucho que me desprecio.
Dhuoda gime y alarga las manos hacia mí, como si ansiara tocarme, pero a medio camino detiene el movimiento y las deja caer. Sus manos, observo ahora, están ensangrentadas y llenas de pequeños pero profundos cortes, heridas recientes que aún no han coagulado.
-Está bien -dice la Dama Blanca.
Las lágrimas ruedan por sus mejillas como gotas de lluvia, pero ha recuperado la compostura y la firmeza en el tono.
-Voy a hacerte un último regalo, Leo. Voy a nombrarte caballero. Velarás las armas esta nohce, y al amanecer, antes de tu partida, te otorgaré las espuelas y un título. Estarás más protegida de ese modo.
-No deseo ningún regalo más, Dhuoda. No pienso aceptarlo.
-¡Me lo debes! -ruge la Dama Blanca, con su altivez y su dominio habituales-. Me lo debes porque has aceptado ya demasiados presentes de mí. No tienes el menor derecho, ¿entiendes?, el más mínimo derecho a rechazar mi generosidad y a humillarme.
Tiene razón. Le debo demasiado. Callo, confundida.
-Ahora vendrán los servidores para prepararte el baño purificador y traer las vestiduras rituales, con las que deberás velar en la capilla... ¿Has encontrado ya la puerta del castillo?
-Sí, Duquesa. Ahora es muy fácil.
Dhuoda hace un pequeño gesto desdeñoso.
-Ya te dije que sólo era necesario querer irse.
Da media vuelta brusca y se aleja. Pero antes de cruzar el umbral se detiene un momento y me mira por encima del hombro.
-Serás el señor de Zarco..., en honor al color azul de tus inolvidables ojos.
Y desaparece, tragada por las sombras del corredor. En el suelo de piedra, allí donde hace un instante estuvo ella, hay una pequeña constelación de gotas de sangre.
Dhuoda entra en la alcoba con pasos lentos y envarados, como si le doliera caminar. Ahora que la luz de las lámparas la ilumina, advierto que sus ojos están enrojecidos, sus párpados hinchados. Tiene aspecto de haber llorado mucho y una expresión extraviada, como de loca. Llega a mi lado y se detiene.
-Entonces, ¿de verdad vas a irte? -pregunta con voz ronca.
-Sí. En cuanto despunte el día.
-¿No puedo hacer nada para que cambies de opinión?
-Sí podéis, mi Señora... Mandad que detengan el suplicio del campesino y perdonadle a él y a los demás -digo, esperanzada.
La Duquesa se tambalea ligeramente.
-Eso no es dicutible. Además, ya están muertos, él y sus compinches. Pero aunque vivieran todavía, jamás renunciaría a mis derechos -contesta con dureza.
El nudo de mi estómago se aprieta un poco más.
-Entonces ya no tenemos nada que decirnos, Duquesa.
El rostro de Dhuoda comienza a temblar y luego se contrae en una mueca penosa. Reprime un sollozo.
-Pero ¿cómo es posible que no me entiendas, mi Leo? Mi pequeña Leo, mi dulce guerrera, yo creía que nos comprendíamos bien, que eras feliz conmigo... Yo creía que me querías...
Está llorando y en su voz se transparenta el sufrimiento. Su pena me impresiona. Me compadezco de Dhuoda. Y también de mí misma. Pero es como si ya no me quedaran sentimientos que poder ofrecerle.
-Habéis sido muy generosa conmigo, mi Señora. Os lo agradezco y siempre recordaré mi deuda con vos. Pero debo irme. En estos momentos no sé si os quiero o no. Ni siquiera puedo pensar en vos. Sólo pienso en lo mucho que me desprecio.
Dhuoda gime y alarga las manos hacia mí, como si ansiara tocarme, pero a medio camino detiene el movimiento y las deja caer. Sus manos, observo ahora, están ensangrentadas y llenas de pequeños pero profundos cortes, heridas recientes que aún no han coagulado.
-Está bien -dice la Dama Blanca.
Las lágrimas ruedan por sus mejillas como gotas de lluvia, pero ha recuperado la compostura y la firmeza en el tono.
-Voy a hacerte un último regalo, Leo. Voy a nombrarte caballero. Velarás las armas esta nohce, y al amanecer, antes de tu partida, te otorgaré las espuelas y un título. Estarás más protegida de ese modo.
-No deseo ningún regalo más, Dhuoda. No pienso aceptarlo.
-¡Me lo debes! -ruge la Dama Blanca, con su altivez y su dominio habituales-. Me lo debes porque has aceptado ya demasiados presentes de mí. No tienes el menor derecho, ¿entiendes?, el más mínimo derecho a rechazar mi generosidad y a humillarme.
Tiene razón. Le debo demasiado. Callo, confundida.
-Ahora vendrán los servidores para prepararte el baño purificador y traer las vestiduras rituales, con las que deberás velar en la capilla... ¿Has encontrado ya la puerta del castillo?
-Sí, Duquesa. Ahora es muy fácil.
Dhuoda hace un pequeño gesto desdeñoso.
-Ya te dije que sólo era necesario querer irse.
Da media vuelta brusca y se aleja. Pero antes de cruzar el umbral se detiene un momento y me mira por encima del hombro.
-Serás el señor de Zarco..., en honor al color azul de tus inolvidables ojos.
Y desaparece, tragada por las sombras del corredor. En el suelo de piedra, allí donde hace un instante estuvo ella, hay una pequeña constelación de gotas de sangre.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)