Hemos llegado al corral de las caballerías. Apenas hay media docena de animales, todos ellos añosos. Y cansinos. Nyneve empieza a parlamentar con el tratante. Al fondo, atada a la empalizada, hay una yegua joven y robusta.
-¿Y esa yegua?- pregunto, interrumpiendo la negociación.
El hombre arquea las cejas, sorprendido. Nyneve me fulmina con la mirada.
-Sí, en efecto, mi Señor, ese animal se parece a la yegua de vuestra señora madre...-dice mi amiga.
He hecho algo mal, pero ignoro qué. No me atrevo a volver a abrir la boca y Nyneve acuerda alquilar un rucio de huesos prominentes, una silla completa con sus estribos y dos lanzas que escoge con meticuloso cuidado. Cinchamos y ensillamos al animal y monto en él, llevando una de las lanzas. Nyneve camina junto a mí cargando con la otra. En cuanto nos alejmo unos pasos se vuelve hacia mi con gesto enfadado:
-¡Qué ignorante eres, Leola! ¿No sabes que un caballero jamás montaría en una yegua? Antes se dejaría cortar las piernas con un hacha. Es el mayor baldón que pueda imaginarse para un guerrero... Eso y subirse a un carro. Casi nos has puesto en evidencia.
-Lo siento...- balbuceo.
Qué extraordinarias e incomprensibles costumbres las de los caballeros. ¿Por qué cabalgar en un al penco fatigado, pudiéndo hacerlo en una yegua bonita y briosa? ¿Es sólo a causa de su sexo? ¿Tanto nos desprecian, tanto nos aborrecen a las hembras? Miro hacia abajo, hacia mis breves senos fajados y cubiertos por el gambax y por el hierro. Mira hacia mi pecho, liso y bien erguido, como el de un varón. Si ellos supieran...
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Que misojenia, ¿no?
Publicar un comentario