-Me has cortado.
-Oh, sí, qué herida tan enorme, y cómo se duele de ella el gran caballero -se mofa Dhuoda. Pero inmediatamente se pone muy seria-. Sin embargo, haces bien en advertir tu diminuto rasguño... y en preocuparte por él. ¿Sabes lo que es la cantárida? Es un pequeño insecto que vive en el fresno..., una especie de mosca. Si arrancas las alas de unas cuantas cantáridas y las pones a cocer con un poco de agua hasta que el líquido se seque, te quedará una pasta pegajosa... Una pasta mortal. El veneno más letal que se conoce. ¿Y quién te dice a ti que yo no he embadurnado el filo de mi cuchillo con cantárida? ¿Y que por eso te he hecho luego correr, para que la ponzoña se extendiera rápidamente por tu cuerpo? ¿No te sientes raro, mi querido Leo? ¿Te duele el corazón, te pesa el pecho, te cuesta respirar, se te nubla la vista?
Por todos los santos, creo que me duele el corazón, que me pesa el pecho. Creo que me cuesta respirar y que el contorno de las cosas se difumina. Me tambaleo. Pero no, no es posible. Está bromeando. Resoplo con decisión y sacudo la cabeza.
-No es verdad. Estoy perfectamente. No te creo.
La Duquesa vuelve a reír.
-Y haces bien en no creerme, porque es mentira. Además, si hubiera envenenado mi puñal con catárida ya te habrías desplomado hace tiempo.
-Pero ¿por qué haces todo esto?
-Ya te he dicho, me aburro. ¿Por qué participan en torneos los caballeros? ¿Por qué se divierten matando y dejándose matar?
Dhuoda hace un mohín de disgusto y se quita la tosca capa negra. Debajo lleva uno de sus deslumbrantes trajes albos, con el escote recamado de perlas. Sobre el pecho, prendida con un alfiler de oro, lleva una rosa también blanca, semejante a las que cultiva en su jardín.
-Hay días, hay momentos en los que la vida se te queda pequeña. ¿Nunca te ha pasado, mi querido Leo? El tiempo se detiene y el aire que te rodea se convierte en una jaula estrecha y asfixiante. Eres prisionera de tu duerpo, pero dentro de ti hay algo grande y libre, algo casi feroz que quiere salir. En esos momentos me arrojaría desde la almena más alta de mi castillo, y es muy posible que pudiera volar. Algún día tengo que probarlo.
-No hablas en serio, Dhuoda...
-Nunca he bromeado más en serio.
Nos quedamos en silencio. La conversación me inquieta y me incomoda. Miro alrededor.
-¿Dónde nos encontramos?
-En mi ala privada del castillo y en mi habitación, naturalmente. Disfruta de este privilegio, Leo, porque aquí no entra nadie. Ni siquiera ha entrado sir Wolf, y eso que los caballeros suelen tener acceso a las alcobas de sus damas... Pero yo soy la Duquesa Blanca.
Su piel es tan clara que parece de leche, aunque sus mejillas hay están sonrosadas, tal vez por la carrera. Tiene el rostro carnoso, los labios abultados, ua nariz menuda y unos ojos oscuros e inquietantes que ahora me miran fijamente con mirada de loca. Dhuoda suspira, desabrocha su alfiler de oro, coge la rosa blanca de su pecho y hunde su nariz entre los pétalos con deleite.
-Mmmmmm..., qué hermosas son las rosas. Mira ésta: la belleza de su forma, el aroma exquisito... y sus espinas duras y crueles.
Es verdad: en el breve tallo de la flor cortada hay tres o cuatro espolones de temibe aspecto.
-Por eso amo las rosas, porque no son inocentes, aunque lo parecen... Escucha, mi Leo: además de matar, la cantárida posee otras propiedades. Si mezclas el conocimiento ponzoñoso con miel en las proporciones adecuadas y luego te lo comes, el cuerpo se te enciende como un fuego y eres una pura llama de gozo carnal, hasta un punto que no podrías ni imaginar. Pero para alcanzar ese paraíso de los sentidos tienes que ser sabio, para controlar la exactitud de la mezcla, y valiente, para que no te importen las consecuencias...
Tengo la boca seca.
-Pero vos sois la Dama Blanca...
No sé por qué, he vuelto a utilizar la voz de cortesía.
-Es cierto, lo soy.
-Quiero decir que... Perdonadme, pero... Yo había oído que os llamaban así porque sois doncella.
-En efecto, así es.
-Pero entonces...
Dhuoda alarga la mano y roza mi boca con los pétalos de la rosa, para hacerme callar. Luego me agarra por la cintura con el otro brazo y tira de mí hacia ella. Continúa sentada sobre la alta cama y su rostro está a la altura de mi pecho.
-Duquesa...
-¿Quieres volar conmigo, Leo? No hace falta subirse a las almenas... Podría untar miel de cantárida en mis labios... y podrías comerla de mi boca.
Doy un tirón y un paso hacia atrás y me despreno con rudeza de su abrazo:
-No sabéis de lo que habláis, mi Señora... Es decir, me siento muy honrado pero... No puedo hacerlo, Dhuoda. Y, además, ¡vos sois la Dama Blanca!
La Duquesa ríe.
-Claro que lo soy. ¿Y eso qué importa? Dime, mi buen Leo..., ¿por qué no puedes hacerlo? ¿Porque no te gusto? ¿O acaso tienes miedo de que descubra tu verdadero cuerpo?
Callo, consternada.
-Mi querida Leo, mi linda guerrera..., ¿acaso creías que me tenías engañada? Hace tiempo que sueño con tus ojos azules... y con las suaves y redondas formas que se ocultan bajo tu cota de malla. Y ahora que ya ha quedado todo claro, ¿de verdad no te atreves a jugar conmigo?
La cabeza me da vueltas. Me da miedo desdeñarla, pero nunca he deseado a una mujer. ¡Pero si ni siquiera he gozado de varón! La sola idea de tocarla me parece imposible.
-Dhuoda, Dhuoda... Perdonadme, Dhuoda. Perdonadme por engañaros sobre mi condición, y por ser tan torpe y tan estúpida. Sois maravillosa. Sois bellísima, elegante, refinada. La mejor anfitriona, la más generosa. Pero yo sólo soy una pobre campesina, joven e ignorante. Haría todo lo que me pidiérais, pero no esto. No me siento capaz de hacer lo que queréis. Por favor, mi Dama, por favor...
Estoy aterrorizada y ella lo advierte. Hace un mohín amargo, o quizá triste, y se recuesta en el lecho.
-Está bien. Por desgracia, éste es un juego que se juega a dos. Yo podría amenazarte... Podría revelar tu verdadera naturaleza y castigarte por fingirte varón. Pero tranquilízate, no voy a hacerlo.
-Gracias por vuestra magnanimidad, mi Señora.
-No es magnanimidad, pequeña Leo, sino amor. Un sentimiento que no sé si me gusta. El amor te ablanda por dentro y quiebra las piernas de tu orgullo. Disfruta de este privilegio, Leo: entran aún menos personas en mi amor que en mi alcoba. Sin embargo, es una pena. Y lo que más lamento es que ni siquiera seas capaz de imaginar lo que te estás perdiendo.
Estira el brazo y vuelve a pasar la rosa por mi cara con un roce levísimo. Permanezco petrificada mientras la flor me acaricia las mejillas, la nariz, mientras el terciopelo de los pétalos explora mis labios. Dhuoda me contempla con una mirada fija y quieta, sus ojos en mi ojos, dos simas de negrura. Ahora, sin dejar de mirarme, se lleva la rosa a la boca. Sus pequeños dientes, blancos y afilados como los de un animal, muerden las suaves hojas con fiereza. Corta y mastica y traga. Se está comiendo la flor. La devora lentamente, con impavidez y obstinación. Primero desaparecen los pétalos, después la rizada base verde, luego el corto tallo erizado de espinas. Aterra ver entrar los formidables pinchos en su boca, pero ella sigue masticando sin hacer ni un gesto. Transcurre un tiempo interminable; Dhuoda ha dejado de rumiar y ya no queda nada de la rosa. La Duquesa sonríe:
-Tienes razón, Leo. No eres más que una campesina ignorante. Pero es posible que algún día llegues a aprender lo cerca que está el placer del sufrimiento.
Y una gota de sangre resbala por sus labios y cae sobre la inmaculada seda blanca del vestido.
viernes, 24 de octubre de 2008
domingo, 19 de octubre de 2008
Historia del Rey Transparente_Texto 1.
Hemos llegado al corral de las caballerías. Apenas hay media docena de animales, todos ellos añosos. Y cansinos. Nyneve empieza a parlamentar con el tratante. Al fondo, atada a la empalizada, hay una yegua joven y robusta.
-¿Y esa yegua?- pregunto, interrumpiendo la negociación.
El hombre arquea las cejas, sorprendido. Nyneve me fulmina con la mirada.
-Sí, en efecto, mi Señor, ese animal se parece a la yegua de vuestra señora madre...-dice mi amiga.
He hecho algo mal, pero ignoro qué. No me atrevo a volver a abrir la boca y Nyneve acuerda alquilar un rucio de huesos prominentes, una silla completa con sus estribos y dos lanzas que escoge con meticuloso cuidado. Cinchamos y ensillamos al animal y monto en él, llevando una de las lanzas. Nyneve camina junto a mí cargando con la otra. En cuanto nos alejmo unos pasos se vuelve hacia mi con gesto enfadado:
-¡Qué ignorante eres, Leola! ¿No sabes que un caballero jamás montaría en una yegua? Antes se dejaría cortar las piernas con un hacha. Es el mayor baldón que pueda imaginarse para un guerrero... Eso y subirse a un carro. Casi nos has puesto en evidencia.
-Lo siento...- balbuceo.
Qué extraordinarias e incomprensibles costumbres las de los caballeros. ¿Por qué cabalgar en un al penco fatigado, pudiéndo hacerlo en una yegua bonita y briosa? ¿Es sólo a causa de su sexo? ¿Tanto nos desprecian, tanto nos aborrecen a las hembras? Miro hacia abajo, hacia mis breves senos fajados y cubiertos por el gambax y por el hierro. Mira hacia mi pecho, liso y bien erguido, como el de un varón. Si ellos supieran...
-¿Y esa yegua?- pregunto, interrumpiendo la negociación.
El hombre arquea las cejas, sorprendido. Nyneve me fulmina con la mirada.
-Sí, en efecto, mi Señor, ese animal se parece a la yegua de vuestra señora madre...-dice mi amiga.
He hecho algo mal, pero ignoro qué. No me atrevo a volver a abrir la boca y Nyneve acuerda alquilar un rucio de huesos prominentes, una silla completa con sus estribos y dos lanzas que escoge con meticuloso cuidado. Cinchamos y ensillamos al animal y monto en él, llevando una de las lanzas. Nyneve camina junto a mí cargando con la otra. En cuanto nos alejmo unos pasos se vuelve hacia mi con gesto enfadado:
-¡Qué ignorante eres, Leola! ¿No sabes que un caballero jamás montaría en una yegua? Antes se dejaría cortar las piernas con un hacha. Es el mayor baldón que pueda imaginarse para un guerrero... Eso y subirse a un carro. Casi nos has puesto en evidencia.
-Lo siento...- balbuceo.
Qué extraordinarias e incomprensibles costumbres las de los caballeros. ¿Por qué cabalgar en un al penco fatigado, pudiéndo hacerlo en una yegua bonita y briosa? ¿Es sólo a causa de su sexo? ¿Tanto nos desprecian, tanto nos aborrecen a las hembras? Miro hacia abajo, hacia mis breves senos fajados y cubiertos por el gambax y por el hierro. Mira hacia mi pecho, liso y bien erguido, como el de un varón. Si ellos supieran...
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